domingo, 16 de septiembre de 2007

Wolf creek, de Greg McLean

EL HERMANO TORPE DE ROB ZOMBIE.

Asistimos a una copia australiana de “La casa de los mil cadáveres” de Rob Zombie, pero sin toda la ironía posmoderna y, sobre todo, deconstructiva de la película americana. Vale, sin embargo, esta mala copia australiana para reflexionar acerca de lo que hace buena una película de terror y violencia.
Indudablemente, respondemos, una sociedad que tenga terror y violencia. Lo que da miedo son las causas del terror y la violencia: la competitividad, la posesión, el sexo… Que no se ofendan los anglosajones australianos, estamos convencidos de que conseguirán expresar y ejercer la violencia con tanta soltura como su hermanos los hipercompetitivos yankees. Pero todavía no. Les vemos demasiado calmados, introducen demasiado amor, demasiado poco sexo y demasiada poca propiedad privada y resentimiento. Todo se andará.
El mecanismo fundamental para crear suspense o simple tensión en Wolf Creek es el primer plano que hurta el fuera de campo y crea, por tanto, suspense. La cámara en mano contribuye a crear dinamismo e interrupciones bruscas, lo que es bueno para el ambiente. Pero McLean comete una serie de fallos, me refiero a lo puramente cinematográfico, no sólo a las carencias dramáticas, que rompen la tensión, a saber: Las discontinuidades en el raccord, las elipsis, como si la película fuera gravada por una cámara de video que se enciende y se apaga, crean realismo, pero, como no pasa nunca nada, te acostumbras a ellas y descubres el juego del director. El video, cuando se utiliza, tampoco significa lo real, como en Rob Zombie, que le da un estatus ontológicamente más inmediato que al cine. El video sustituiría en Zombie a la realidad no diegética, lo que crea en el espectador un escalofrío inmediato, tratando los temas que trata. La música clásica es una innovación en estas películas, pero no aporta nada sobre el origen de la violencia (la música debería ser muy moderna) y funciona más bien como un anti-clímax, va contra los clímax visuales. En definitiva, McLean no efectúa el proceso analítico de deconstrucción de la violencia, no analiza, y eso se deja sentir. El director tantea demasiado. La película, pese a estar basada, según se dice, en casos reales (“actual events”), carece de actualidad. A esto se añade el que está descompensada, con un primer tercio muy largo y un último que acaba bruscamente y con muchos cabos sin atar.
En fin, gracias a McLean sabemos que los treinta mil desaparecidos anuales en Australia se han perdido en el campo. Australia es aún un buen país.

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