viernes, 28 de septiembre de 2007

The Crowd, de King Vidor


EL MIMO

Dentro del ciclo "El sueño americano" que se proyecta, cómo no, en el bello, frío y amante del cilicio de la burocracia museo Guggenheim de Bilbao (que un día, como pronostica Eguilleor, va levar anclas ría abajo para volver a las tierras más disciplinadas en las que se concibió), he tenido la oportunidad de ver "The Crowd". "The crowd", que, lo diré para los no angloparlantes, significa "la multitud" y es el enemigo del protagonista, que ha nacido para vencerla, como todo buen yankee.
Reseño esta película por dos escenas nada más (aunque son dos o tres escenas que hacen de ella una obra maestra). La verdad es que el cine mudo nos queda lejos y nos da menos que hablar a botepronto que el sonoro, aunque es un placer prestar el cerebro a la película y adivinar los diálogos de las escenas pasadas según lo que pasa en las siguientes. En el cine mudo sin explicador entender es recordar, como creía Platón.
Una de las escenas es la de una escalera, como la de Odessa, pero ésta se sube, la sube el niño, no la baja. La sube con apertura en iris para conocer la muerte de su padre. La otra escena es la del protagonista intentando hacer callar con gestos de puro mimo a una multitud que le vence y le engulle en medio de la oscuridad de Nueva York. No diré más. Hay veces en que con dos escenas basta.

¿Quien teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols


LO INTEGRAL

Necesitamos democracia, necesitamos policía, necesitamos austeridad, necesitamos que vuelvan los viejos recios tiempos, necesitamos un par de huevos fritos con talo... Y necesitamos, y rápido, una lectura claramente antifeminista de obras como ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, lo cual es, en parte, como decir que hay que hacer una revisión marxista de El capital. ¡Habrase visto...! Pero hay que hacerla. Porque la mentira se enseñorea rápidamente en el mundo. Yo digo que ¿Quién teme a Virginia Woolf? no ha enfadado a las feministas porque de lo bien que les va han dio al teatro, han abierto los ojos y no la han visto.
- "Allí nos abrimos paso juntos", dice la mujer de un joven profesor. "Yo tuve que presentarme a todo el mundo yo misma."
- "Fue un parto fácil", dice la protagonista.
- "No, trabajaste, Martha, trabajaste.", le replica rápidamente el marido en unos diálogos vertiginosos que casi se superponen.
- "Se sentaba a mi puerta y aullaba y arañaba el suelo. No podía trabajar, así que me casé con ella.", dice el profesor.
- "Así que aquí estoy, atrapada con este fracaso", se explica ella.
Pero cuando parece que la obra de puro verdadera se está alejando de la estética y está y estás tú mismo entrando en el terreno de la ideología y, digámoslo así, de la pura verdad, Albee le da la vuelta a todo y muestra la otra cara de una gota de agua. Lo muestra todo desde el punto de vista opuesto, como debe ser, y entonces conoces que ellos también se han casado con ellas porque la mujer es el camino hacia el poder, con ellas ¿que sólo quieren ser amadas?, y ves lo equivocado que estabas al dejarte llevar por la ideología y no por la verdad, por la verdad integral. Y eso también es arte. Y así hasta la victoria-derrota de la mujer; me estoy refiriendo al final. Pero los auténticamente derrotados han sido los testigos, tanto dentro de la narración como fuera de ella. La pareja de jóvenes que asiste a la destrucción de la pareja protagonista es el testigo, es la tinta del psicoanalista sobre el papel, que necesitan Martha y Georgie para tirarse los trastos la cabeza pero también es la víctima porque han visto lo que les espera con el determinismo de un historiador, con las razones sangrantes que sólo un historiador, George, sabe dar. Los destruidos somos nosotros, el público, y ya no tanto como el día de su estreno porque hoy sólo creen en el matrimonio quienes, literalmente, no lo practican.
"Albee", decía una socióloga argentina, Esther Vilar -estoy citando de memoria- "es si el varón americano sigue siendo hombre cuando no puede alimentar a una hembra americana". No sólo, no sólo... Albee es una verdad, una verdad integral.

martes, 25 de septiembre de 2007

En la ciudad de Sylvia, de Jose Luis Guerin


AMOR MÍNIMO

¿Recuerdan el quietismo -quizá obligado, ahora caigo -¡a la fuerza ahorcan!- al ser el documental sobre cómo se hace una casa de apartamentos en Barcelona- de En construcción? Pues José Luis Guerín ha vuelto a ese mismo quietismo con una historia de narración mínima y momentos de cine abstracto (el pelo de una mujer al viento, por poner sólo un ejemplo) y cine formal (una persecución). Pero la película, al tratar de oportunidades perdidas, bien podría ser también una película generacional de una generación tan mensa e insípida como la mía: Un chico va en busca de una mujer a la que ha conocido unos años antes en otra ciudad y a la que ha perdido. Lo único que la separa de el relato generacional es que el protagonista debería acabar más alejado de la realidad de lo que acaba, con esquizofrenia, por poner un ejemplo.
La película es de muy difícil factura, llena de figurantes muy bien sincronizados, a los que el director lleva casi hasta la ruptura, y efectos de luz y consigue recuperarse de la impresión inicial de que va a ser una película francesa de chicos con mariconera y mujeres "con alitas", como decía el difunto Paco Umbral, que te da ganas de gritar un ¡arriba España! bien fuerte y profundo en la sala. El arriba España lo dejamos para otra ocasión porque la película se recupera, y lo hacen incluso los actores. Y, como es cine povera, lo vemos todo con simpatía.

Un corazon invencible, de Michael Winterbottom

TRES COSAS DIVERTIDAS SOBRE LA MUERTE DE DANIEL PEARL

La primera es que, entre la viuda y el resto de la troupe, han conseguido hacer un thriller de misterio del asesinato de Pearl, como se nos tiene acostumbrados, en vez de un análisis a fondo de las circunstancias de su muerte o una reflexión acerca de su figura o de la reacción de su familia tras su decapitación (crear una fundación para la paz a través de la música). La película es puro entretenimiento, antes que un documental.
La segunda es que se trata de un biopic, pero de un biopic de "la viuda de" con lo que el culto a la feminidad de la cultura actual ha llegado a una nueva cota más alta. El importante no es el muerto, es ella, pues soporta la muerte de su marido; es una viuda que además tiene todas las trazas de haber aparecido como una cubana insensible.
Y la tercera es que, teniendo en su mano los mismos mimbres que Rossellini en Roma cittá aperta -una escena de tortura que al parecer dio origen a la modernidad cinematográfica-, Winterbottom y Hollywood no han creado nada nuevo, no han dado una vuelta de tuerca en el sentido artístico. La tortura se ha mantenido en el fuera de campo, así como el orgullo de los torturados, sean pakistaníes o americanos. Los novedosos y desgarradores (es más importante lo primero que lo segundo porque sin lo primero no hay segundo) gritos de ella me parecen, humildemente, demasiado poco. Debería haber gritado más.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Historias de cocina, de Bent Hamer

EL GENIO NACIONAL, RISIBLE

¿Le ha ocurrido alguna vez no saber de qué se ríe la gente en el cine? Bien, la nefasta Historias de cocina del director sueco Bent Hamer nos da la oportunidad de analizarlo. Ésta se basa en una historia real. Después de la segunda guerra mundial, un tal Instituto sueco de estudios domésticos se dio cuenta de que si se organizaban las tareas de la cocina se ahorraba una cantidad enorme de tiempo y trabajo familiar. Por eso llevó a cabo un estudio positivista para conocer los movimientos en la cocina de un grupo de solteros noruegos. Un observador tomaría nota de todos los movimientos en la cocina de uno de estos noruegos. Ya tenemos uno de los ingredientes básicos de la comedia (los suecos contra los noruegos) y la garantía de que el público se va a tronchar con ello. Además se añaden un par de personajes excéntricos (el público no sabe de la advertencia de Nietzsche: "¡Cuidado con los excéntricos!"), absurdo casi hasta llegar a la incongruencia y algo de sentimentalismo. Pero sobre todo una de las obsesiones de hoy en día, el genius loci, vamos a llamarlo así, el genio del lugar, el carácter nacional que, debidamente estereotipado, forma parte de la definición moderna del paraíso para un público globalizado que ve cómo los rasgos nacionales se pierden como si no fueran necesarios. Nada divierte y emociona tanto hoy como el genio nacional, quizá porque se ve como inofensivo, amenzado, bello y, al mismo tiempo, superfluo, absurdo. Así que, aunque la película está ambientada en los años cincuenta, tiene un argumento con todos los ganchos de hoy, incomprensibles para el público de entonces.
Lo único salvable es la crítica al positivismo de algunos diálogos: "¿Cómo creemos saber algo de ellos simplemente observándolos? Obsérvate a ti mismo.", le dicen al "observador neutral" llegado de Suecia.

jueves, 20 de septiembre de 2007

El hombre sin pasado, de Aki Kaurismaki


EL HOMBRE INVISIBLE

En "El hombre sin pasado" Aki Kaurismaki realiza uno de sus irónicos retratos de la clase trabajadora de Helsinki. No he visto la película entera porque he llegado tarde -quizá porque el principio es el relato de una amnesia y no hay nada que me moleste más que un amnésico (juro que no me quedo amnésico ni aunque me golpee Forrest Whitaker)-, pero con lo visto creo que me basta y me sobra para saber que Kaurismaki está muy a gusto en el presente. Es cierto que lo critica, pero no hay mucha crítica formal en él. Y si no hay crítica formal, no hay crítica. Hoy está de moda recordar que siempre ha habido amargados que han rechazado todos los cambios modernos -hasta Platón se planteó abandonar la escritura en el Fedro-, pero estaría bien acordarse también de la madre de todos los que aceptan la cultura actual, sin más, con aquello de que "hay que ser completamente, rabiosamente modernos". Kaurismaki, aunque trate la pobreza con una sensibilidad sin igual y aunque el infantilismo sea lo que le corresponde realmente a una historia como la que cuenta, es uno "de ellos", no nos llamemos a engaño.
Lo cual no quiere decir que su mirada irónica sobre Finlandia -es uno de esos directores tan interesantes que no se encuentran a gusto en su país (las juke-box son una especie de huida de Finlandia)- o que su mirada cristiana sobre los pobres, carezcan de interés. Pero los planos, casi siempre fijos, son infantiles; de hecho, los pocos movimientos de cámara que hay son para sacarla de un plano algo difícil y meterla en otro más diáfano.
Nos volvemos a quedar con su actuaciones arterioesleróticas, que recuerdan a Fassbinder, con la rudeza de alguno de sus diálogos, llenos de realidad finlandesa ("Si me ves boca abajo en el arroyo, dame la vuelta."), y con la temperatura de la paleta utilizada, muy alta, infantil. Es un gran pintor y algunos de los contenedores en los que viven los pobres son dignos del mejor Rohtko.
Como siempre, intercala muchas actuaciones musicales e introduce el absurdo. Pero la mirada no es compleja, es la de un niño: Los policías, los burócratas y los banqueros son malos, los pobres y los músicos son buenos. Pero defendámosle de tanto ataque "políticamente correcto" para seguir haciendo ataques políticamente correctos desde el otro lado: El protagonista, M. (probablemente M. es el equivalente de la X. en la literatura finlandesa, como en la rusa es N.), cierra la tierra en la que planta patatas como si fuera una vulva y los trucos de los pobres para sobrevivir recuerdan al mejor Milagro en Milán. Pero sin embargo el resultado es muy light, vegetariano. Te levantas de la butaca con la sensación de que no has comido nada. Y es que has comido muy poco, una dieta de colores.
¿Qué salvaríamos de El hombre sin pasado? El aire, el aire encerrado en el celuloide, el frío y nítido aire finlandés. Ese aire está lleno de vodka e idiotas de Dostoievsky.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Los pecados del cine europeo cuando es descuidado

La superioridad del cine europeo es algo evidente. Pretender, como hacen los actores españoles, que las majors nos están colonizando es como pretender que Isabel Allende coloniza a Gabriel García Márquez, cuando es evidente que le copia. Pero, ante la ausencia de una generación de directores con sentido común, el cine europeo decae. Y medio en broma medio en serio he confeccionado una lista de sus pecados, de las dejadeces (véase Borrachera de poder, de Claude Chabrol) de quienes creen que en el cine con contar una historia basta, cuando eso es precisamente el eslógan de los yankees de Hollywood. El eslógan de los europeos dejados sería que con contar una historia a la contra, alternativa, basta. Pues no. Y he aquí el decálogo de sus errores:
1) Las películas europeas de hoy se pueden ver con los ojos cerrados (y las americanas se pueden oír con los ojos cerrados). Y es peor lo primero que lo segundo.
2) Hay elipsis terribles: Chico besa chica, y luego "Interior de casa". Piensas que esto lo has visto en algún lado.
3) El cine europeo se regodea en su lentitud. Parece que la lentitud fuera un lujo que se han ganado luchando contra el productor -no saben que Bergman o Fellini nunca fueron lentos sino todo lo contrario, en sus películas no paran de suceder cosas-, y hacen gala de ella con diálogos insípidos como éste: “Lo nuestro no puede seguir. ¿Me oyes? No puede seguir.”
4) Hay personajes que se suicidan y no se sabe por qué. Por el mero gusto del suicidio, por desobediencia. No todo tiene una causa, pero el suicidio sí.
5) Las marcas que se ven por todas partes, aunque, como es europeo, encima no pagan.
6) Los personajes tienen coches como los que tenemos nosotros. El arte es una teoría y demuestra que es una teoría separándose de la realidad. No me molestan los coches caros en el cine. Te hace saber al menos que alguien ha creído en la película, el productor.
7) El mal cutis de los actores. Lo mismo, si el arte es teoría por lo menos sepárate del cutis.
8) El ruido de tráfico. Si molesta en la vida real, imagínate en una película. De nuevo lo de antes. Es lo menos teórico que existe.
9) Los personajes se montan en autobuses de línea. En autobús de línea no se llega a ninguna parte.
10) Las vallas de protección civil en medio de una calle. ¿Hay algo más despreciable que protección civil?

lunes, 17 de septiembre de 2007

Aaron Rodriguez: Creador de imagenes

Tomarse libertades, incluso de las normas que uno mismo se ha impuesto, a veces puede ser bueno. No quería repartir demasiadas flores entre mis amigos dedicados a esto de los diarios, o más bien, de la crítica de libros y cine en internet, pero se impone que haga una recomendación. Ésta no puede ser otra que la del diario o blog o como se llame, de la gavilla de críticas del dramaturgo Aarón Rodríguez, Creadores de imágenes, que se mantiene alejado tanto de el sofisma imperante (conseguir el mayor número de telelectores) como de las confidencias insulsas y sin sentido. Quizá esto de los blogs ha nacido muerto, como la tele. Pero hay casos como los de Aarón o los de Olvido Andújar que con Jass it up, boys! (ver más arriba) tiene uno de los blogs más bonitos de la red.
A Aarón le conozco de los cursos de cine de Valladolid, los últimos con sabor público (para un arte público) de España. Allí estaba sentado cuan largo es tomando notas en su Moleskine, subiendo y bajando la cabeza como un monje humillado por unas clases que él no necesitaba tomar, que en España da igual tomar que no tomar.
Me replica Aarón que Visconti es bueno y no es bueno. ¿También "Luis segundo"? Quizá su problema es que se le dan demasiado bien las mujeres y nunca una Isabel de Austria le ha perseguido como a un Luis segundo tímido, como a unser blauäugiger König, nuestro rey de ojos azules, como le llaman los alemanes bávaros. A mí me parece buenísimo.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Stalker, de Andrei Tarkovsky


Stalker es una película que sólo se entiende si el pensamiento político del espectador es actual.

Wolf creek, de Greg McLean

EL HERMANO TORPE DE ROB ZOMBIE.

Asistimos a una copia australiana de “La casa de los mil cadáveres” de Rob Zombie, pero sin toda la ironía posmoderna y, sobre todo, deconstructiva de la película americana. Vale, sin embargo, esta mala copia australiana para reflexionar acerca de lo que hace buena una película de terror y violencia.
Indudablemente, respondemos, una sociedad que tenga terror y violencia. Lo que da miedo son las causas del terror y la violencia: la competitividad, la posesión, el sexo… Que no se ofendan los anglosajones australianos, estamos convencidos de que conseguirán expresar y ejercer la violencia con tanta soltura como su hermanos los hipercompetitivos yankees. Pero todavía no. Les vemos demasiado calmados, introducen demasiado amor, demasiado poco sexo y demasiada poca propiedad privada y resentimiento. Todo se andará.
El mecanismo fundamental para crear suspense o simple tensión en Wolf Creek es el primer plano que hurta el fuera de campo y crea, por tanto, suspense. La cámara en mano contribuye a crear dinamismo e interrupciones bruscas, lo que es bueno para el ambiente. Pero McLean comete una serie de fallos, me refiero a lo puramente cinematográfico, no sólo a las carencias dramáticas, que rompen la tensión, a saber: Las discontinuidades en el raccord, las elipsis, como si la película fuera gravada por una cámara de video que se enciende y se apaga, crean realismo, pero, como no pasa nunca nada, te acostumbras a ellas y descubres el juego del director. El video, cuando se utiliza, tampoco significa lo real, como en Rob Zombie, que le da un estatus ontológicamente más inmediato que al cine. El video sustituiría en Zombie a la realidad no diegética, lo que crea en el espectador un escalofrío inmediato, tratando los temas que trata. La música clásica es una innovación en estas películas, pero no aporta nada sobre el origen de la violencia (la música debería ser muy moderna) y funciona más bien como un anti-clímax, va contra los clímax visuales. En definitiva, McLean no efectúa el proceso analítico de deconstrucción de la violencia, no analiza, y eso se deja sentir. El director tantea demasiado. La película, pese a estar basada, según se dice, en casos reales (“actual events”), carece de actualidad. A esto se añade el que está descompensada, con un primer tercio muy largo y un último que acaba bruscamente y con muchos cabos sin atar.
En fin, gracias a McLean sabemos que los treinta mil desaparecidos anuales en Australia se han perdido en el campo. Australia es aún un buen país.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Planet terror, de Robert Rodriguez

LA BARBACOA ÉTICA
Los que no simpatizamos con la cultura popular norteamericana ni con las corrientes de arte de “integrados” excesivamente en la cultura de masas
que recorren el panorama actual, de punta a cabo y sin parecer tener fin, lo tenemos difícil para evaluar favorablemente esta película de Robert Rodríguez. Rodríguez, o su mentor, Quentin Tarantino -nunca se sabe bien con los amigos de la urbanización hollywoodiense- pretende poder dejar intactos todos los artilugios formales de la cultura popular para efectuar una crítica de la misma, es decir, de la sociedad, desde dentro. Detrás de todos los interesantes (aunque no novedosos) efectos metatextuales de “Planet Terror”, como las rayas, los desenfocados, los defectos argumentales que hacen que los propios protagonistas se quejen de ellos (produciéndose una prometedora mirada irónica sobre el género, que se aborta rápido), el dejar la huella del montaje y los saltos (que curiosamente se producen antes de cambiar de escena, para generar la duda de si se ha perdido algo e invitar a imaginarlo) se esconde una propuesta bien
conservadora. Para empezar la estructura de la película sigue al pie de la letra la Poética de Aristóteles (planteamiento, nudo y desenlace), escrita por un hombre que nació hace más de dos mil trescientos años y que recogía la carpintería de obras muy anteriores. Pero es que, además, no es que haya dejado, como la práctica totalidad de Hollywood, la Poética sin tocar, es que la propia obra es una anacrónica imitación de otras anteriores, sin aportar nada nuevo. Es, más bien, una reproducción. Y en este punto, la anacronía y el cliché se hacen insoportables, puesto que no hay ninguna reelaboración y ya no vivimos en los setenta de donde proceden las “Grindhouse pictures” que se pretenden homenajear. En los setenta no había móviles, ni escenas de lesbianismo, ni, sobre todo, veían el culto a lo industrial como lo percibimos ahora, cuando el sector servicios ha superado la crisis industrial y nos acecha una crisis medioambiental a nivel planetario. Así pues, los autores se han escondido en su propia infancia, en su propia época y no han querido salir de ella, halagando de paso al espectador y creando un universo acogedor, como hacen las series de televisión: infantilismo.
Su estilo gore, basado en todo tipo de excreciones (lágrimas -desde el comienzo mismo de la película-, babas, sangre, pus, flatulencias y heridas abiertas, morbosidad) no puede ser más pueril y no soporta el análisis freudiano que se le quiera aplicar.
Robert Rodríguez, eso sí, cumple con todos los requisitos del género, como siguiendo una lista: El punto de vista a favor del delincuente y en contra de la autoridad, la masculinidad insensible, los errores visuales (una jeringuilla sin aguja y que la recupera en la siguiente toma), los colores brillantes, los seres desubicados, en medio de la nada, la antiecología, el ayudante tonto del sheriff, el girl power, la brutalidad policial, los planos detalles en medio de una pelea, el culto a la personalidad (de su mentor, cómo no), la defensa del débil y del inmigrante, el tratamiento de la actualidad (teoría de la conspiración y ciertas simpatías pro-árabes), el elogio de la comida basura (un running gag), el culto a los coches y a las motos, en fin, las camas de agua.
La película puede tener su subtexto en el hecho de que, si hacemos caso del documental de Michael Moore, “Bowling for Colombine”, los delitos pueden crecer en las zonas en las que hay bases o industrias militares (como ocurre con la enfermedad que difunde la propia base militar en
la película). La idea de que se difunda una enfermedad que afecta al
comportamiento, llevada al extremo más grotesco, puede ser una crítica al concepto de enfermedad mental, un concepto tan usado hoy como el de pecado en su día y, a veces, con similar base científica. “Hoy todos estamos enfermos de algo”, se dice.
Pero volvamos al punto del que habíamos de partir: La crítica desde dentro es bastante difícil porque, por ejemplo, una Poética muy marcada, que ponga el énfasis en la peripecia, mira al hombre desde un punto de vista muy peculiar, a saber, desde el punto de vista de que éste ha de conseguir una meta externa a él mismo, en el sentido de que está dada, que debe
aceptar, y por la que debe esforzarse al máximo (una meta que es, también en este caso, el triunfo, por mucho que la película quiera ser una película de “perdedores” -lo remarcan continuamente- hecha por “perdedores”).
“El panorama desde el puente” es, pues, desolador: Competición absurda, más aún, imposible (“mis talentos inútiles”), violencia (“Me comeré tu cerebro y me quedaré con lo que sabes”), alienación (“le disparas a papá como si fuera un videojuego”) y, finalmente, doblez, con la escena final de el escorpión, la araña y la tortuga (símbolos del melting pot norteamericano) jugando juntos en la playa. No creemos que esto tenga arreglo gracias a películas así.
Las películas no deberían basarse tanto en la narración de una peripecia para conseguir unos valores dados como en la crítica al proceso de formación de esos valores. La crítica, si bien existe en la película, es triturada en una papilla infantil para que el espectador dañado por estas
mismas películas la pueda digerir. Pero esta crítica se filtra no a través de una película de serie B, lo cual tendría gracia y mérito, sino a través de una de las grandes producciones de la temporada. Es una situación digna de la más tristemente famosa página de Andy Warhol, aquella en la que se dice: “Lo mejor de París es el MacDonalds de París, lo mejor de Lisboa es el
McDonalds de Lisboa, lo mejor de Florencia es el McDonalds de Florencia.” Bueno, pues esto mismo con pretensiones éticas.

El velo pintado, de John Curran


MÁS ALLÁ DEL SUFRIMIENTO EN PALANQUÍN.
Son muchos los factores que hacen de “El velo pintado” una película “clásica”, como la ha definido el propio Edward Norton, que no sólo la protagoniza, sino que también dirigió serias modificaciones en el guión (como suele ser habitual en él): la transparencia que es casi total (salvo por una excepción, de la que hablaremos más adelante), la narratividad y la representación y la alta iconicidad (todo es lo que parece ser) la hacen un exponente típico del modo de representación institucional. Pero tampoco pretende ser otra cosa.
Al principio, semánticamente, no parece separarla mucho de películas como “Ángel” de Ernst Lubitsch. Trata los mismos problemas de incomunicación de una pareja en la que él tiene un importante trabajo por delante (salvar Europa de la segunda guerra mundial y curar el cólera, respectivamente) y ella es una caprichosa, insatisfecha y aburrida esposa que desea algo más, siempre algo más, de un marido que “no la mira”, pero que la trata con equidad, ni mejor ni peor que como se trata a sí mismo.
Pero mediante unos potentes puntos de giro, sobre todo los de ella, que es quien tiene el arco de transformación más pronunciado, el argumento toma carices post o anti-feministas. La liberación de la mujer, la liberación de cualquiera pasa principalmente por uno mismo. La estúpida esposa que no hace más que interferir en el trabajo del marido se involucra en su lucha
contra el cólera en la medida de sus posibilidades, mermadas por la educación de la época, y cae a tumba abierta en una anagnórisis de tercer grado. Por mucho que se la defina como “una mujer de segunda clase”, ella está decidida a no serlo. De nuevo, la voluntad, máquina de la liberación. ¿Hay algo menos actual para el quejiquismo femenino-feminista contemporáneo?
La adaptación de la novela no parece ser muy fiel, a juzgar por las declaraciones del señor Norton. Se introdujo el nivel de el conflicto con una población autóctona hostil para remarcar el aislamiento del pareja-, pero
no puede darse el caso de una adaptación más visual, más puramente
cinematográfica, y menos “literal”. Tanto es así que el principio parece una vuelta al cine mudo acompañado al piano por Lang Lang. Durante los primeros cinco minutos no se oye una palabra y el espectador salta del asiento dispuesto a no oir nada más y a asistir a la ansiada vuelta del cine
mudo a todo color. Y esto se repite en otra escena más, la de la reconciliación. El arranque de la película es impresionante en este sentido y los decorados interiores en madera de la casa de Naomi Watts ayudan al
efecto, pues parecen sacados de una película de slapstick. El efecto se prolonga hasta que el protagonista le pide un baile a la protagonista. Hasta entonces sólo un leve chapoteo de Naomi Watts con el pie en un charco y la maravillosa música de Lang Lang ha evitado que la sala saque la conclusión de que hay un problema de audio. Ésta es la excepción a la que nos
referíamos. Una excepción que está a punto de forzar estéticamente la película y romper la transparencia.
Pero pronto nos damos cuenta de que la estructura es simple -pese a los dos primeros flash backs la narración vuelve al presente- y que podría ser incluso una “película con invento” (la noria para llevar agua al pueblo).
También es verdad que podría acabar mucho antes, merced a uno de sus
fulgurantes fundidos en negro, como un disparo, pero desgraciadamente a alguien ahí arriba “le ha interesado la trama”, como si no pudiéramos imaginarnos perfectamente el final de esa mujer a la que ya hace muchos minutos que la ha transformado el cólera de la admiración por otro ser humano. El epílogo en Londres se hace totalmente innecesario y resulta cómico si el espectador retiene en su memoria una situación similar de “Poderosa Afrodita”, de Woody Allen (¿de quién es
el niño?).
Sí, estaría mejor acabar antes, incluso con el arco de transformación de ella incompleto, dejándonos con la duda de si podría, de si tendría lo que hay que tener para terminar de pasar el puente, para seguir a su marido sin morir entre excreciones y heces en el intento de cambiar su “feminidad” por algo mejor, y todo ello, al final, sin dejar de ser “esa especie de estado intermedio entre el niño y el hombre adulto que encarna al verdadero ser
humano”, como las definió Schopenhauer. Hubiera sido mucho más real,
porque siempre nos dejan con la duda.
En conclusión, una película sobre un asunto que ya tendríamos que haber superado, pero con un buen final. Lo que parecían ser sólo sufrimientos en palanquín, no lo eran, al menos en lo concerniente al subtexto.

La hamaca paraguaya, de Paz Encina


UN FENÓMENO INTERESANTE.
Vivimos en un mundo en el que nos sobra, literalmente, de todo. No es por tanto de extrañar que se desarrollara y se desarrollen hoy géneros de cine-teatro povera que prescindan de todo lo innecesario y nos disciplinen en la austeridad.
Una de las características de este cine “povera” es, además de su sencillez y del hecho de que hace de la necesidad, virtud, su actualidad. Está hablando del mundo en que vivimos ya que, por su propia forma, se opone tan furiosamente -más bien firmemente, pero silenciosamente- a él. “La hamaca paraguaya” es también una vuelta al cine primitivo, o más bien a lo sencillo y primitivo, a la cámara fija. Repite encuadres y series de encuadres (no hay nada más simple que la simetría): ambos en la hamaca, cielo, él, ella, ambos en la hamaca, cielo, él, ella…
La narración está llevada a la mínima expresión. Un hijo que no vuelve de la guerra y los monólogos -siempre son monólogos interiores (nunca se sabe si son recuerdos, si la narración transcurre en presente o no)- de los padres. Una perra que ladra y hace corpóreo el dolor de la madre y el espíritu del hijo, un cielo desenfocado y siempre lejano, que no pueden ni ver con claridad y que pasa de largo, como pasa de largo la vida del hijo y como quizá esté pasando de largo -¡gracias a Dios, habría que decir, si aún ven estas películas!- la globalización por el Paraguay o por El Chaco.
Los diálogos son breves y contundentes y la fatalidad, de la lluvia que no llega, del hijo que no viene, de la perra que no calla, del calor… es también una vuelta a los orígenes griegos de la tragedia. Truena sin cesar, pero no llueve.
Por mucho que la puesta en escena y la dirección sea primitiva, hay detalles emocionantes, como que se nos hurten los primeros planos hasta que conozcamos mejor el drama de los protagonistas –algo propio de Visconti, en Ossesione, por ejemplo-, con la consiguiente explosión de emotividad al presenciar la unión de forma y contenido con una trama tan triste.
Austeridad pues en los tiros de cámara –vuelta los Lumiere-, austeridad dramática –es un esbozo de una tragedia-, austeridad de montaje -ciñéndose a una serie simétrica y simple.
Con esta película no se ha abierto ningún camino nuevo, sino que se han recuperado caminos viejos, lo que viene a ser algo parecido. Y no vayan diciendo por ahí que se ha conseguido retratar la esperanza o la desesperanza, lo más importante es que se ha conseguido hacer una película barata pero efectiva, una película pobre. Y recuerden que que no pase nada es, salvo en las películas francesas, una comodidad.