viernes, 14 de septiembre de 2007
El velo pintado, de John Curran
MÁS ALLÁ DEL SUFRIMIENTO EN PALANQUÍN.
Son muchos los factores que hacen de “El velo pintado” una película “clásica”, como la ha definido el propio Edward Norton, que no sólo la protagoniza, sino que también dirigió serias modificaciones en el guión (como suele ser habitual en él): la transparencia que es casi total (salvo por una excepción, de la que hablaremos más adelante), la narratividad y la representación y la alta iconicidad (todo es lo que parece ser) la hacen un exponente típico del modo de representación institucional. Pero tampoco pretende ser otra cosa.
Al principio, semánticamente, no parece separarla mucho de películas como “Ángel” de Ernst Lubitsch. Trata los mismos problemas de incomunicación de una pareja en la que él tiene un importante trabajo por delante (salvar Europa de la segunda guerra mundial y curar el cólera, respectivamente) y ella es una caprichosa, insatisfecha y aburrida esposa que desea algo más, siempre algo más, de un marido que “no la mira”, pero que la trata con equidad, ni mejor ni peor que como se trata a sí mismo.
Pero mediante unos potentes puntos de giro, sobre todo los de ella, que es quien tiene el arco de transformación más pronunciado, el argumento toma carices post o anti-feministas. La liberación de la mujer, la liberación de cualquiera pasa principalmente por uno mismo. La estúpida esposa que no hace más que interferir en el trabajo del marido se involucra en su lucha
contra el cólera en la medida de sus posibilidades, mermadas por la educación de la época, y cae a tumba abierta en una anagnórisis de tercer grado. Por mucho que se la defina como “una mujer de segunda clase”, ella está decidida a no serlo. De nuevo, la voluntad, máquina de la liberación. ¿Hay algo menos actual para el quejiquismo femenino-feminista contemporáneo?
La adaptación de la novela no parece ser muy fiel, a juzgar por las declaraciones del señor Norton. Se introdujo el nivel de el conflicto con una población autóctona hostil para remarcar el aislamiento del pareja-, pero
no puede darse el caso de una adaptación más visual, más puramente
cinematográfica, y menos “literal”. Tanto es así que el principio parece una vuelta al cine mudo acompañado al piano por Lang Lang. Durante los primeros cinco minutos no se oye una palabra y el espectador salta del asiento dispuesto a no oir nada más y a asistir a la ansiada vuelta del cine
mudo a todo color. Y esto se repite en otra escena más, la de la reconciliación. El arranque de la película es impresionante en este sentido y los decorados interiores en madera de la casa de Naomi Watts ayudan al
efecto, pues parecen sacados de una película de slapstick. El efecto se prolonga hasta que el protagonista le pide un baile a la protagonista. Hasta entonces sólo un leve chapoteo de Naomi Watts con el pie en un charco y la maravillosa música de Lang Lang ha evitado que la sala saque la conclusión de que hay un problema de audio. Ésta es la excepción a la que nos
referíamos. Una excepción que está a punto de forzar estéticamente la película y romper la transparencia.
Pero pronto nos damos cuenta de que la estructura es simple -pese a los dos primeros flash backs la narración vuelve al presente- y que podría ser incluso una “película con invento” (la noria para llevar agua al pueblo).
También es verdad que podría acabar mucho antes, merced a uno de sus
fulgurantes fundidos en negro, como un disparo, pero desgraciadamente a alguien ahí arriba “le ha interesado la trama”, como si no pudiéramos imaginarnos perfectamente el final de esa mujer a la que ya hace muchos minutos que la ha transformado el cólera de la admiración por otro ser humano. El epílogo en Londres se hace totalmente innecesario y resulta cómico si el espectador retiene en su memoria una situación similar de “Poderosa Afrodita”, de Woody Allen (¿de quién es
el niño?).
Sí, estaría mejor acabar antes, incluso con el arco de transformación de ella incompleto, dejándonos con la duda de si podría, de si tendría lo que hay que tener para terminar de pasar el puente, para seguir a su marido sin morir entre excreciones y heces en el intento de cambiar su “feminidad” por algo mejor, y todo ello, al final, sin dejar de ser “esa especie de estado intermedio entre el niño y el hombre adulto que encarna al verdadero ser
humano”, como las definió Schopenhauer. Hubiera sido mucho más real,
porque siempre nos dejan con la duda.
En conclusión, una película sobre un asunto que ya tendríamos que haber superado, pero con un buen final. Lo que parecían ser sólo sufrimientos en palanquín, no lo eran, al menos en lo concerniente al subtexto.
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