miércoles, 30 de enero de 2008

En el valle de Elah, de Paul Haggis


GOOD BOYS
Paul Haggis está acostumbrado a hacer películas deconstruidas y bastante planas con la intención de poner al día o redefinir el inocente y peligroso patriotismo yankee. Y al final de sus películas, más que criticar el orgullo patriotico en sí -ese último refugio de los canallas, ese extraño y casi intolerable sentimiento si no se tratase de vez en cuando, muy de vez en cuando, de algo así como del patriotismo constitucional de Habermas-, Paul Haggis le suele dar un nuevo sentido que es como de telefilm o teleserie.

Y éste es el caso de En el valle de Elah, que es una tragedia no artística sino moralista. El esquema es el usual entre los estadounidenses (John Waters lo ha parodiado sin descanso): No se trata de analizar la condición humana como tal, en seco, sino de contar siempre la historia de alguien que mete la pata, que comete un error (que cae en la guerra o coge el SIDA) y de analizar su "problemática". Entonces se produce una conversión -la típica conversión en un país de conversos y de herejes por cultura- que camina imparable hacia la redención y la puesta en marcha de mecanismos catárticos, por muy burocráticos que resulten, para evitar el mal y ponerle remedio.

Si no se da "la caída", el error, los norteamericanos son reacios a intervenir con moralina. Eso no les interesa. Que cada cual haga lo que le dé la gana y viva su vida como Lutero le dé a entender. Como el liberal Thomas Szasz, sólo escriben un libro o hacen una película cuando sienten que la opinión general está equivocada al respecto de algo.

Otras marcas de género que se ven claramente en la película son el viaje en busca de alguien que es más bien el viaje en pos de la pureza -como en Centauros del desierto- y el encuentro con una realidad más sucia de lo que el expedicionario pensaba: el puritano de visita en el burdel y los good boys de ojos azules que no lo son tanto. Puro dirty realism.

Haggis, en fin, ha rodado una película sin esfuerzo, textualmente, dejándose remolcar por detrás de el guión, con naturalidad e introduciendo todos los elementos antes citados con el thriller, ay, como excipiente. Y es por esto último que el resultado es muy inferior a otros de igual temática y parecida factura, como Redacted, que, aparte de constituir una apuesta mucho más alta, no necesita apenas de la trama policíaca tradicional como muleta.

El resultado es, ¿cómo lo diría?, honesto y flojo, pero cobarde a la vez, pues no abandona el tono de superioridad moral que se respira allí, en los USA, halaga una miaja al espectador y aún más que la guerra, que también, lo que parece tenerle preocupado al director es la importación de la violencia desde Irak, como ya ocurrió con las maras que desembarcaron tras el conflicto que ellos mismos finaciaron en El Salvador. Esta importación de la guerra por parte del que la hace fue uno de los problemas que más denunció la progresía norteamericana, a la que Haggis pertenece, en los ochenta.
Lo mejor es la ambientación suburbana y de Autogrill que no hace distingos entre Irak y los EE.UU.

lunes, 28 de enero de 2008

El beso de Judas, de David Hare


SOCORRIDA MARICONERÍA
Retorno de una larga convalecencia con un post o comentario que preferiría no escribir, más que nada porque de lo que voy a hablar ya sabemos demasiado todos. Me dispongo a decir algo acerca de los límites, al parecer infranqueables, de lo que se ha venido en llamar lo políticamente correcto. Y para ello nada mejor que la huera dramatización de los penúltimos días de Óscar Wilde a cargo de David Hare, se dice, uno de los mejores dramaturgos del momento en la que fue patria de Shakespeare.

Qué aburrimiento. Estas tragedias gays son una mezcla entre La ratonera de Agatha Christie (o cualquier otro género de teatro policiaco) y lo más rancio de Casona. Algo, a juzgar por el silencio sacro de la sala y por la violencia con la que se reprimía hasta un susurro, destinado a quedarse en cartel para siempre. ¿A quién se le ocurre escribir una obra sobre Wilde y la querella con el Marqués de Queensberry sin un ápice de ingenio, ni siquiera de sentido del humor, haciendo de Wilde un adelantado de la, se supone ya, eterna causa gay? ¿A quién se le pasa por el magín hacer algo tan absurdo como escribir una obra por encargo de un actor (un tipo como Liam Neeson, además)?

Las interpretaciones estaban plagadas de carcajadas huecas, lloros repentinos, borracheras de agua y puñetazos sobre la mesa. Todo lo que le ha dado al teatro su mala reputación se daba cita sobre el escenario. El texto, que más que escrito estaba redactado a vuelapluma, es más relamido que un gato, la moraleja es como Narciso dándole un beso al agua y el autor parece ser uno de esos dramaturgos que siempre se quejan de "los tiempos que corren" sin saber muy bien a lo que se refieren. Y es Sir.

Pero, como siempre, había algo gracioso en lo grotesco: Uno se enteró de que el que puso la demanda no fue el puritano y estúpido Marqués de Queensberry. El querellante fue Wilde. Ahí había otra obra.

domingo, 13 de enero de 2008

Barroco, de Darko Lukic y Tomaz Pandur


UNAS POCAS PALABRAS VERDADERAS
Alguien me enseñó hace no mucho que la literatura y especialmente el teatro no deben rechazar nunca el material rudo y casi ramplón de los folletines, de las parejas, de lo oculto e íntimo, de los sentimientos. No lo sabía quizá porque yo de éstos tengo pocos o probablemente sea que los tengo escondidos.

Y es que hay un universo sociológico detrás de la forma en que hoy se pide la mano (y el cuerpo entero) de una chica o "se la da un beso". El teatro se nutre del sustrato más inmediato, que no por ello tiene que ser vulgar. Eso depende de lo que se haga luego con ello. Si se va a hacer realismo socialista y adoctrinador o si se va a hacer algo nuevo.
Y ésto es lo que hace Tomaz Pandur en esta obra, nutrirse de los secretos de boudoir de una pareja para mostrarnos lo que somos, sin despreciar ningún material. Y los que "fuerzan" de esta particular forma el teatro son siempre al final los que rezuman amor por él.

Los descubrimientos de Pandur son innumerables. Pandur es un Bach de la escenografía, alguien capaz de dar siempre una nueva vuelta de tuerca a lo que vemos. Con él es el autor el que está escribiendo para la escenografía, y no el escenógrafo para el autor. Convierte el escenario en un espejo.

La misma idea (que no sé si es de él) de situar a los protagonistas en un refugio atómico es genial, como lo son la forma y los movimientos de la escenografía que se convierte en unos Chillidas que nunca aburren. Y la forma de hablar de los personajes, cómo dicen "Gracias" o "Guerra" o "He actuado bien" o "La historia se repite siempre, así que: esto no es el final". No voy a enumerarlos todos. Baste decir que lleva la obra hasta donde todo chirría, hasta el mismísimo ridículo y la trae de vuelta. Y el resultado es fascinante e inaprehensible, es decir, es estético. ¿El cigarrillo final de la marquesa de Merteuil? Bueno. ¿Y la copa? Mejor.

Pandur lo hace todo apoyándose en la música, en la expresión, en la danza y en la escenografía, con poquísimas palabras. Hoy me he dado cuenta de que basta con unas pocas palabras verdaderas. Así definía Leopoldo Panero padre la poesía. Unas pocas palabras verdaderas. Llego a casa cansado, escribo esta crónica y me voy a dormir sin echar una ojeada a lo que tengo escrito de teatro. Le sobran palabras por todas partes.

viernes, 11 de enero de 2008

Across the universe, de Julie Taymor


SIN POESÍA VISUAL
No hace ni cinco días que dije en esta gavilla de píxels o lo que sea que no entendía bien cómo podían existir las tribus urbanas y que en este punto me daban lo mismo unos que otros. Pues bien, lo mantengo. Todo el que cede individualidad a una comunidad se comporta como la foca que hace gracias a cambio de pescado. Pero eso no quiere decir que todas sean, en lo demás, iguales, o siquiera similares. Hechas las sumas y las pertinentes restas, lo que ocurrió en los sesenta es evidentemente mucho más interesante que lo que vino luego.

Asusta ver el subtexto de las canciones de los sesenta y los anodinos y absurdos ripios de las canciones de ahora. Lo que se hizo entonces, por cursi que fuera, respira autonomía, psicodelia y anticonductismo. A su lado lo que se hace ahora parece algo así como una rata encontrando la salida de un laberinto y recibiendo su queso a cambio.

La película que reseñamos, Across the universe, de Julie Taymor, directora de una magnífica Tito Andrónico, es un musical que tiene todas las letras y la música de los sesenta, pero, desgraciadamente, toda la arterioesclerosis visual y el encorsetamiento dramático de los tiempos que vivimos.

Y uno ha ido al cine ilusionado de poesía visual, esperando esas carátulas esotéricas o aquellas portadas de libros en las que una manifestación surgía del rodillo de una máquina de escribir. Uno esperaba la imagen inesperada que rimaba con las fresas de Strawberry fields y se ha encontrado con la racionalización de las fresas en la mente de un burócrata, que se las ha comido con nata después de clavarlas en una cuadrícula para desangrarlas.

Y eso que había dónde elegir y que todo lo que ponen los sesenta en esta película es bueno y "está bien dicho". "No hay nada que quieras crear y no puedas crear." "Toma una mala canción y hazla mejor. Recuerda ponerla dentro de tu corazón. Sólo así podrás hacerla mejor." "She loves you, yeah, yeah, yeah." A nosotros nadie nos ha dicho eso. Pero no nos quejemos. Ahora llevamos una vida aún más cómoda que entonces. Vaya lo uno por lo otro.

jueves, 10 de enero de 2008

Halloween, de Rob Zombie


POR ACUMULACIÓN
Después de las dos magníficas partes de La casa de los mil cadáveres esperábamos algo más de esta nueva película de terror de Rob Zombie. Pero el director gótico-rockero se ha dejado por el camino el reflexivo uso que hacía del vídeo, elevándolo a un rango de realidad superior al del celuloide, se ha olvidado del sadismo, ha intercalado unas pocas y anodinas imágenes de televisión y añadiendo además un subtexto erróneo, ha perdido toda su fuerza. Como si le hubieran cortado la melena. Como si nos hubieran castigado sin el culo sadomaso de su magnífica parienta, Sheri Moon, en definitiva.
El caso del vídeo es paradigmático. De denunciar y desvelar el subtexto real de la película en La casa de los mil cadáveres ha pasado, mediante una proyección, a estar-ahí-por los recuerdos insulsos de una familia media americana. Como en Aquellos maravillosos años.
Con el uso de la televisión, que antaño denunciaba la violencia con la que nos bombardean, ha ocurrido algo similar.
El subtexto, decíamos, también debía haber sido más atrevido. Por poner un ejemplo, La semilla del diablo tenía un subtexto -el del hijo de una familia progre, si no recuerdo mal, que nace diabólico- mucho más potente y a lo André Gide, quien también reflexionó sobre estas cosas: que la virtud no se aprende. Eso hubiera sido más interesante.
¿Qué se puede salvar del naufragio? Salvemos, por salvar algo, la aparente obsesión de Zombie por la casa, el escenario real de tantos casos de asesinatos en serie. La casa del pobre, en el caso del terror americano. La piscina vacía del perdedor.
En conclusión, una película que funciona sólo por acumulación de cadáveres, como Cosecha roja de Dashiell Hammett. Pero son demasiados los muertos hasta que consigue expandir por fin el olor del miedo por la sala.

domingo, 6 de enero de 2008

This is England, de Shane Meadows


LOS SENTIMIENTOS DE UN SKIN
Uno de los enigmas más grandes que en mi opinión se puede intentar desentrañar en esta vida es el de la existencia, no ya de los skins, sino de las tribus urbanas en general. En esto vive uno de susto en susto. En lo esencial no hago ni he hecho nunca ninguna distinción. Tanto en las bandas de skins como en las de hippies ve uno siempre lo mismo: desesperación, tatuajes y renuncia total a la individualidad. En eso todas son iguales. En la vertiginosa negación del propio carácter. Y de ahí a la usual solidaridad autodestructiva hay un paso si se vive en países tan poco solidarios -en cuanto a su filosofía de vida- como Inglaterra. La solidaridad destructiva, el jefe de los skin heads, absorbe como un agujero negro a los protagonistas de este drama. La comunidad, cualquier comunidad, garantiza que se es alguien en una sociedad competitiva.
Las secuencias de montaje, casi lo mejor de la película, se vacían de semántica hasta dejar sólo la violencia por la violencia. Pues los skins, como los punks, son fenómenos relacionados con la política, pero sólo asintóticamente, en la asíntota que nos lleva al apocalipsis. La película me ha cogido leyendo a Carl Amery ("Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor", que le recomiendo a Aarón encarecidamente -sobre todo en su segunda parte- si es que no lo ha leído ya), quien prevé un nuevo y definitivo auge del nazismo cuando los recursos naturales alcancen sus verdaderos precios.
El apocalipsis. Eso es lo que exportan derecha e izquierda hoy. Y eso se ve muy bien en la película, los dos extremos, skins y red skins, casi tocándose. La gran verdad, el árbol de la derecha unido al de la izquierda por el vomitivo arco de la pérgola.
En definitiva, This is England esconde tras una expresión de tontos una cinta bien hecha, con las tramas y subtramas de rigor, con traumas freudianos y las consabidas heridas del pasado, sí, pero también con escenas de introspección sociológica que poseen en su interior los tres golpes: un pequeño planteamiento, un pequeño nudo y un pequeño e inesperado desenlace. En la banda sonora el ska me ha gustado mucho más, contra la opinión de Aarón, que las previsibles baladas de Einaudi.
Pero al final salía uno de la sala un poco harto de tanto infantilismo de tribu urbana, que no le parecía lo suficientemente denunciado. Hasta que alguien le recuerda a uno que el protagonista tiene sólo doce años, que el director le ha dejado eternamente en los doce años. No se acordaba.