martes, 10 de febrero de 2009

Saudade


FADOS, de Carlos Saura
No lean este post. No vayan a Portugal. No lo estropeen. No lo juzguen con ese pragmatismo español que (Panero lo cuenta) ve en Venecia un magnífico criadero de percebes y en la luz de Lisboa, qué sé yo, ahorro en bombillas. Dejen a los portugueses en paz con su honestidad, su pobreza y su sentido común. En fin, dejen en paz a esos nuestros buenos vecinos que tantas verdades piensan de nosotros.

Los portugueses, en vez de abandonar a las "suecas", son abandonados por ellas y las lloran durante años-luz. En Portugal, como dice la película, se hereda el lirismo y la sífilis. Y de eso trata el fado. Eso es el fado.

Carlos Saura ha rodado un capítulo más de su voluntariosa y efectiva enciclopedia cinematográfico-musical, el del fado: gitanas, pescaderas, poetas da rua, penas desfloradas, "margaritas azules de la libertad" (que equivalen a Lisboa), guitarras, amantes canallas... que nos demuestran que no tenemos canción popular española más allá del magnífico flamenco y que los boleros sudamericanos, como todos sabemos, son infames y apócrifos comparados con el sufrimiento verdadero de un fado.
A mí los fados que más me gustan son los más ortodoxos, como siempre. Y en cuanto a letras ha habido de todo en la película: "Tengo el destino marcado desde la hora en que te vi. Oh, gitano adorado, vivir abrazada al fado, morir abrazada a ti." "Regresa vida vivida para que pueda ver aquella vida perdida que no supe vivir."

En cuanto a Saura, lo consabido: Saura es un fotógrafo. Y de estudio, además. Y ser fotógrafo marca: abuso de las pantallas, del ciclorama, de los focos en forma de paraguas y de un extraño sentido estético hipertrofiado en cuanto a las formas pero subdesarrollado en cuanto a la ética o la trama. Por ejemplo, cuando participan todos en el baile la cosa parece un desfile folclórico comunista. Cosas de ser fotógrafo y de haberse acostumbrado uno al placentero placer instantáneo, al hedonismo vacío, al clic de la máquina.

La película ha sido proyectada en el País Vasco sobre una pantalla descentrada y desenfocada, con toda la soberbia que nos gastamos para con ellos, los portugueses. El proyeccionista no la estaba viendo. Y ustedes no lean este post.

lunes, 9 de febrero de 2009

Tricky Dick

EL DESAFÍO, de Ron Howard
Apenas dos palabras acerca de El desafío (Frost contra Nixon), que en tantos y tantos conceptos se parece a La guerra de Charlie Wilson, de Mike Nichols. Ambas tienen esa alta densidad icónica de los anuncios que los cineastas norteamericanos dominan tan bien. Ambas maquillan muy convincentemente episodios imperdonables de la política norteamericana (La guerra de Afganistán y la toma del poder de los talibanes y la presidencia de Nixon, respectivamente) y ambas administran bien esa ecuanimidad y ese conservadurismo políticos que los españoles que se dedican al cine se niegan a dominar y que tan artístico resulta cuando nos metemos en harina histórica. (El hombre es animal nostálgico y ninguna época -ningún dirigente- es lo suficientemente mala, ni siquiera ésta.) Y, finalmente, ambas películas son "perfectas".

Pero empezaré con las dos palabras. La primera acerca de Nixon: Nixon cometió crímenes y delitos y, lo que es más importante, había indicios firmes que lo demostraban. Y nunca fue juzgado. Nixon fue indultado. Ningún juez movió un dedo para imputarle un delito. La separación de poderes no funcionó, tampoco en Estados Unidos. Lo que le hizo dimitir a Nixon fue (Chomsky dixit) la opinión pública, no el aparato del Estado, ni siquiera en un país tan kelseniano como los Estados Unidos.

La segunda es acerca de las actividades de Nixon: En la misma época del Watergate se descubrió que Nixon había creado una vasta red de espionajes y asesinatos (especialmente de activistas de los Panteras Negras) que nunca apareció en televisión ni en ningún periódico respetable.

Por supuesto, la película no refleja ninguna de estas dos circunstancias. De hecho el lenguaje popular nos da un indicio de por qué le juzgó la opinión pública: En Estados Unidos se le conoce como Tricky Dick, Dick el tramposo, no Dick el asesino de negros o el espía de contribuyentes. Y es porque aquello que han conseguido que el norteamericano medio le eche en cara fue que hiciera trampa en "un juego", en un juego cualquiera, el que fuera, que hiciera trampas a "los demócratas", al Estado, a las reglas de juego. Pero jamás a ellos mismos, a la democracia.

domingo, 8 de febrero de 2009

Mendes y Eastwood


Sam Mendes nos hace unas películas monísimas y sin saltarse una regla. Sam Mendes tiene algo de ridículo anacronismo porque hace las obras maestras que Hollywood debió haber rodado en los años veinte, en los cincuenta, incluso en los atribulados treinta, pero que,como diría Godard, "las cámaras no estuvieron ahí para grabar". Es como entrar en el cine y encontrarte Metropolis firmada por otro. Y sin embargo funcionan bastante bien. Y eso, que funcionan bastante bien, es lo que, como lo estético es todo, también la rabia que me causa el apócrifo éxito de Mendes, da al traste con todas las películas de Mendes, tan canónicas.
Me explicaré: El buen arte no da rabia porque el que lo hace siempre sale perjudicado. (El gran arte, diría Panero, es siempre una tauromaquia, y nadie ni nada envidia al que se acerca mucho al toro.) Y Sam Mendes nunca sale perjudicado. Mendes, un torero con mucho oficio y algunas arrobas de más, un Spielberg con algo más de vergüenza, nada más que un profesional de la cosa, quizá un marrano portugués que conoce bien la regla de que el que sabe hacerlo en Europa sabe hacerlo en Estados Unidos, nos tiene sentados en la butaca esperando su icono final (que antes fueron unas velas, luego unos disparos al aire y ahora un grotesco puño de sangre) algo más cómodos que quien espera al autobús. Un poco más.
Mendes cree que hacer cine es terminar visualmente arriba de la misma forma que los dramaturgos acaban textualmente arriba. Y, como es él, tiene razón. Y, sobre todo, sin saltarse nada, ni el desenlace ni la catarsis (debe ser que cobra por metraje).
Las ideas de su guionista, no mucho más que un Casona sajón, no van más allá de una colección de tópicos (la mujer veleta de los cambios, el loco, la infidelidad...) y desde ahí no se puede hacer la revolución ni buen arte ni siquiera situándote en los años cincuenta, que es más cómodo, ni siquiera "plagiando" al Bergman más folletinesco.
Digamos sólo en su descargo que rueda con elegancia, dejando la cámara fija o con suaves desenfocados.
Mendes ha rodado un Quien teme a Virginia Woolf, pero, claro, sin fuerza. Con la fuerza justa para el debate en la cafetería o en el teleclub de Fraga Iribarne. La película se demora, se revuelca, retoza y hoza (hay que salvar los diálogos de la cocina de familia de clase media en los que los personajes arreglan el mundo con los armarios estilo rústico de fondo) -y ahí está su mediocridad- alrededor del carpe diem. Cuando se ponen revolucionarios no pasan del carpe diem. Como me decía invariablemente todos los lunes una compañera de trabajo acerca de sus heroínas cinematográficas: "¡Si sólo quiere ser feliz!"
Los fariseos, decía Nabokov acerca de la clase media americana, son igualmente divertidos en Estados Unidos que en Europa. Quieren las mismas cosas. Se acomodan en el Peugeot, se ponen el cinturón de seguridad con un suspiro, se ponen los cuernos con chicas más jóvenes, pero la vieja cornuda se considera "la vielle reine" (lo ví en TV, cómo no), le echan en cara con educación a una dependienta no saber hacer un paquete. Y lo más importante: no hay tragedias en ellos.

Vayamos, pues, con Eastwood: Eastwood no es un marrano (disculpen, pero el bombardeo de Gaza y, lo que es peor, las acusaciones de antisemitismo están muy cercanas). Eastwood tiene las manos curtidas de talar sequoyas y es insultantemente sincero y honesto. Con Eastwood, que no es ningún genio, sabes a lo que vas. Y uno sale más contento.
Adorno decía que Hollywood era "Adáptate", pero en realidad es "Sé bueno", y eso es Eastwood: "Sé bueno". (Y, por cierto, los negros allí son iguales: "Do the right thing".)
Eastwood es el consabido retrato yankee del Estado y sus guardianes, de su poder, de la pena de muerte (sin erección del ahorcado, por supuesto) y del psiquiatra. Y la realidad -ruedan con espejos- superando a la ficción. Pero Eastwood te tiene sentado en la silla, como quien espera una orden, hasta que al final parpadeas más rápido para no llorar. Eso es Hollywood. Y lo otro, también.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Otro parricidio fallido

LA CLASE, de Laurent Cantet
No es mucho lo que sabemos de pedagogía como no es mucho lo que sabemos de política. Así que no quiero criticar duramente esta película francesa, Entre les murs, que, sí, se mueve dentro del tradicional y parece que ya eterno giro conservador.
Pero algo sí sé sobre el tema, aunque seré un poco críptico al exponerlo (no son cosas que se puedan explicar tan fácil al que no las entiende o siente por sí mismo). Lo que sé es que no he visto jamás una huelga de estudiantes (que comportara no una manifestación sino el abandonar las clases) en ningún país al norte del Rhin. Sin embargo son muchas las que hemos visto al sur de este río. Dicha frontera, por cierto, coincide con la existente entre católicos y luteranos. No digo más. Los católicos parecen no saber moverse sino entre Cero en conducta y La clase, sin ningún género razonable de término medio.
Y a esto añado que no se pueden tomar decisiones a este respecto sin conocer este hecho.
Como que también hay que conocer el enorme desastre educativo (he visto las cifras y son impresionantes) que llevó a cabo el gobierno Aznar.

La película, que carece de cualquier atractivo formal -se puede estar con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, tanto da-, es el asesinato de Marshall McLuhan en los suburbios de París. Y uno ha leído la maravillosa El aula sin muros. Bien, otro parricidio fallido con el que no estoy del todo de acuerdo, mientras el pensamiento negativo va desapareciendo cada vez más. Me temo que mi próximo libro va a ser la Dialéctica del iluminismo de Adorno (y eso que nunca he sido frankfurtiano).

Terminaré este post tan triste con un recuerdo para los profesores, que son los grandes perdedores de todo. Creo que poner a alguien en la tesitura de tener que enseñarle a otro lo que no quiere aprender y decirle que haga lo que no quiere hacer es inhumano. Y que no hay por qué obligarles a hacer eso si no se confunde la Beneficencia -a la que en mayor o menor grado estamos obligados todos- con la Libertad -que nos obliga antes y más fuertemente que ella-. Su posición me recuerda la opinión de Unamuno acerca de la pena de muerte: "No a la pena de muerte, porque no quiero que haya verdugos."