viernes, 14 de septiembre de 2007

Planet terror, de Robert Rodriguez

LA BARBACOA ÉTICA
Los que no simpatizamos con la cultura popular norteamericana ni con las corrientes de arte de “integrados” excesivamente en la cultura de masas
que recorren el panorama actual, de punta a cabo y sin parecer tener fin, lo tenemos difícil para evaluar favorablemente esta película de Robert Rodríguez. Rodríguez, o su mentor, Quentin Tarantino -nunca se sabe bien con los amigos de la urbanización hollywoodiense- pretende poder dejar intactos todos los artilugios formales de la cultura popular para efectuar una crítica de la misma, es decir, de la sociedad, desde dentro. Detrás de todos los interesantes (aunque no novedosos) efectos metatextuales de “Planet Terror”, como las rayas, los desenfocados, los defectos argumentales que hacen que los propios protagonistas se quejen de ellos (produciéndose una prometedora mirada irónica sobre el género, que se aborta rápido), el dejar la huella del montaje y los saltos (que curiosamente se producen antes de cambiar de escena, para generar la duda de si se ha perdido algo e invitar a imaginarlo) se esconde una propuesta bien
conservadora. Para empezar la estructura de la película sigue al pie de la letra la Poética de Aristóteles (planteamiento, nudo y desenlace), escrita por un hombre que nació hace más de dos mil trescientos años y que recogía la carpintería de obras muy anteriores. Pero es que, además, no es que haya dejado, como la práctica totalidad de Hollywood, la Poética sin tocar, es que la propia obra es una anacrónica imitación de otras anteriores, sin aportar nada nuevo. Es, más bien, una reproducción. Y en este punto, la anacronía y el cliché se hacen insoportables, puesto que no hay ninguna reelaboración y ya no vivimos en los setenta de donde proceden las “Grindhouse pictures” que se pretenden homenajear. En los setenta no había móviles, ni escenas de lesbianismo, ni, sobre todo, veían el culto a lo industrial como lo percibimos ahora, cuando el sector servicios ha superado la crisis industrial y nos acecha una crisis medioambiental a nivel planetario. Así pues, los autores se han escondido en su propia infancia, en su propia época y no han querido salir de ella, halagando de paso al espectador y creando un universo acogedor, como hacen las series de televisión: infantilismo.
Su estilo gore, basado en todo tipo de excreciones (lágrimas -desde el comienzo mismo de la película-, babas, sangre, pus, flatulencias y heridas abiertas, morbosidad) no puede ser más pueril y no soporta el análisis freudiano que se le quiera aplicar.
Robert Rodríguez, eso sí, cumple con todos los requisitos del género, como siguiendo una lista: El punto de vista a favor del delincuente y en contra de la autoridad, la masculinidad insensible, los errores visuales (una jeringuilla sin aguja y que la recupera en la siguiente toma), los colores brillantes, los seres desubicados, en medio de la nada, la antiecología, el ayudante tonto del sheriff, el girl power, la brutalidad policial, los planos detalles en medio de una pelea, el culto a la personalidad (de su mentor, cómo no), la defensa del débil y del inmigrante, el tratamiento de la actualidad (teoría de la conspiración y ciertas simpatías pro-árabes), el elogio de la comida basura (un running gag), el culto a los coches y a las motos, en fin, las camas de agua.
La película puede tener su subtexto en el hecho de que, si hacemos caso del documental de Michael Moore, “Bowling for Colombine”, los delitos pueden crecer en las zonas en las que hay bases o industrias militares (como ocurre con la enfermedad que difunde la propia base militar en
la película). La idea de que se difunda una enfermedad que afecta al
comportamiento, llevada al extremo más grotesco, puede ser una crítica al concepto de enfermedad mental, un concepto tan usado hoy como el de pecado en su día y, a veces, con similar base científica. “Hoy todos estamos enfermos de algo”, se dice.
Pero volvamos al punto del que habíamos de partir: La crítica desde dentro es bastante difícil porque, por ejemplo, una Poética muy marcada, que ponga el énfasis en la peripecia, mira al hombre desde un punto de vista muy peculiar, a saber, desde el punto de vista de que éste ha de conseguir una meta externa a él mismo, en el sentido de que está dada, que debe
aceptar, y por la que debe esforzarse al máximo (una meta que es, también en este caso, el triunfo, por mucho que la película quiera ser una película de “perdedores” -lo remarcan continuamente- hecha por “perdedores”).
“El panorama desde el puente” es, pues, desolador: Competición absurda, más aún, imposible (“mis talentos inútiles”), violencia (“Me comeré tu cerebro y me quedaré con lo que sabes”), alienación (“le disparas a papá como si fuera un videojuego”) y, finalmente, doblez, con la escena final de el escorpión, la araña y la tortuga (símbolos del melting pot norteamericano) jugando juntos en la playa. No creemos que esto tenga arreglo gracias a películas así.
Las películas no deberían basarse tanto en la narración de una peripecia para conseguir unos valores dados como en la crítica al proceso de formación de esos valores. La crítica, si bien existe en la película, es triturada en una papilla infantil para que el espectador dañado por estas
mismas películas la pueda digerir. Pero esta crítica se filtra no a través de una película de serie B, lo cual tendría gracia y mérito, sino a través de una de las grandes producciones de la temporada. Es una situación digna de la más tristemente famosa página de Andy Warhol, aquella en la que se dice: “Lo mejor de París es el MacDonalds de París, lo mejor de Lisboa es el
McDonalds de Lisboa, lo mejor de Florencia es el McDonalds de Florencia.” Bueno, pues esto mismo con pretensiones éticas.

No hay comentarios: