jueves, 11 de septiembre de 2008

Dios, pero en off


LA PRINCESA DE NEBRASKA, de Wayne Wang
La antepenúltima de Wayne Wang me coge leyendo El hombre unidimensional de Marcuse y lo que dice el alemán le va que ni pintado a la buena película del asiático-norteamericano.
Que la "alta cultura" sucumbe a la democracia es un hecho bien conocido. Al pueblo no se le puede preguntar sobre política y pretender que se calle sobre arte, sobre el contenido de los grandes museos, sobre todo lo demás. Y entonces la plebe coge y patea a Eliot, a Thomas Mann, a Visconti.

Pero Marcuse va más allá. Le cito: "El nuevo aspecto social es la disminución del antagonismo entre la cultura y la realidad social, mediante la extinción de los elementos de oposición, ajenos y trascendentes de la alta cultura, por medio de los cuales [la alta cultura] constituía otra dimensión de la realidad." Esto es lo que se echa en falta hoy: elementos salvajes, sentidos, o bien corporales o bien trascendentes, de oposición a la realidad. Y nos falta, según Marcuse, porque la sociedad tecnológica moviliza a todos los ciudadanos sin excepción y a todas las palabras, a todas las creaciones de sentido. Nadie se le opone, a todos los integra con un nivel de vida cada vez mayor. Y así, los caracteres perturbadores "como el artista, la prostituta, la adúltera, el gran criminal, el proscrito, el guerrero, el poeta rebelde, el demonio, el loco", protagonistas de la novela del XIX, se sustituyen por aquellos que se ganan la vida más ordenadamente, aun en los márgenes. Ya que la sociedad los incluye a todos.
La sociedad bidimensional desaparece y aparece la sociedad unidimensional, sin otra dimensión fuera de ella que se le oponga.

Y así Wayne Wang ha querido contar la historia de una prostituta, de una chica que quiere abortar, de uno de esos niños de los hipermercados, que come, vive y roba vigilada por un guardia jurado, permanentemente, desde los nueve hasta los dieciocho años. Y además darle un final trascendente, religioso (Wayne Wang y la religión), algo así como Viaggio in Italia de Rossellini. ¿Pero en qué dimensión? Recordemos a Marcuse: La sociedad tecnológica lo cubre todo, nada se le opone, ni siquiera Dios. Y por eso el final no tiene nada que ver con el estilo trascendental en cine. Es como darse de bruces con una pared en vez de encontrar a Dios (y de ahí quizá el plano final). Es como leer a Baudelaire, sí, pero un Baudelaire comprado en el supermercado. (Cuando aparece Dios no sientes apenas un poco que se te acelera el corazón.)

Cierro con Marcuse: "Para la expresión de ese otro orden, que es trascendencia dentro del único mundo, el lenguaje poético depende de los elementos trascendentes en el lenguaje común. Sin embargo, la movilización total de todos los medios para la defensa de la realidad establecida ha coordinado los medios de expresión hasta un punto en el que la comunicación de contenidos trascendentes se hace técnicamente imposible. El espectro que ha perseguido a la conciencia artística desde Mallarmé -la imposibilidad de hablar un lenguaje no reificado, de comunicar lo negativo- ha dejado de ser un espectro. Se ha materializado."

domingo, 7 de septiembre de 2008

Un revolucionario ganandose el pan


CHE, EL ARGENTINO, de Steven Soderbergh
Sin que tenga nada que ver con las películas que intento ver y luego reseñar en esta gavilla de críticas -la última, allá por los agostos, la magnífica Trabajo ocasional de una esclava- no está mal de vez en cuando pasarse por el cine para ver una típica producción hollywoodense, como es ésta, siempre y cuando eso no nos haga bajar el listón.

Con esta insulsa adaptación de los "Pasajes de la guerra revolucionaria" los norteamericanos han dado la sensación de estar peligrosamente de vuelta, una vez más, de lo que está pasando en Iberoamérica. La tesis, expuesta tímidamente y con unas cuantas excepciones simbólicas de las que se irá hablando, es que al Che se le puede tratar "justamente" (y eso se agradece) porque al fin y al cabo es agua pasada. Y de ahí la pregunta inicial que se hace la película: "¿Si los Estados Unidos hubieran podido convencer a las élites sudamericanas para hacer las reformas necesarias en materia de reparto de tierras y de privilegios, seguiría teniendo sentido su revolución en Cuba, señor Guevara?" Dudo que en Sudamérica haya habido muchas reformas, pero en cualquier caso échese una ojeada al mapa: Daniel Ortega en Nicaragua, Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Morales en Bolivia y Lugo en Paraguay. La tesis inicial es, desgraciadamente, falsa. Sólo hay fabianos (y no muchos) al norte del Río Grande. Los espaldas mojadas impugnan el sistema al completo.

Los planos irónicos, las excepciones a las que hacía referencia, son el cartel de Rumanía (Ceaucescu) que encuadra el discurso de Guevara en Naciones Unidas y un par de gatos negros que no se le acaban de cruzar a Guevara por el camino a Santa Clara (como si el marxismo, indestructible, estuviera dispuesto a una nueva transformación o Umstüpung, a una nueva vuelta del calcetín, con supersticiones o sin ellas).

Mientras tanto nos reímos (¿qué diría Martin Amis de las risa acerca de Guevara, es o no es asimilable a la risa sobre Stalin?) con las interpretaciones calcadas de Benicio del Toro (Guevara) y Demián Bichir (Castro), disfrutamos de algunas buenas frases racionalistas como que "el capitalismo no es la expresión de la naturaleza humana" o que "las revoluciones no se exportan, sino que surgen del interior de los paises" y gozamos con la épica de la revolución y la estética de una "América irredenta".

Pero al final la película degenera en una tópica cinta de acción, con el clímax en la famosa toma de Santa Clara, que hizo que el régimen de Batista se desmontara como un castillo de naipes, y con bellas explosiones al lado de las palmeras (las palmeras están hechas para que algo les explote al lado, las palmeras llevan a las explosiones, son explosiones vegetales).

Y no hay ni un encuadre malo. Los directores artísticos y de fotografía de Hollywood están muy por encima de los europeos. Y eso es lo que queda en los restos de la Coca Cola con la que has salido de ver la película de Guevara: la enorme superioridad audiovisual norteamericana. (Si Europa lo permite como ahora lo está permitiendo).