domingo, 4 de noviembre de 2007
El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de Andrew Dominik
EL ASESINATO DEL GANADOR
Feiglinge de Alemania,
Gallinas de España,
Cowards de Norteamérica...
El asesinato del perdedor o, en su caso, el asesinato del ganador: Los norteamericanos nos lo han contado mil veces. La literatura cinematográfica americana se escribe a balazos sobre un tablón y enhebra palabra con palabra con un hilo de sangre. La historia, decimos, es la de siempre. Alguien que no es especial, alguien a quien "le faltan ingredientes", o agallas, o un hervor, alguien que se cuela en el dormitorio de quien es "grande como un árbol" y no le falta nada de eso, y que se tumba en su cama, admira a su mujer y bebe de su vaso, le mata por la espalda. Tala el árbol. Lo vimos hace algunos años con la historia de dos patinadoras. Una de ellas le rompió las piernas a la otra (Chomsky pidió entonces que empezáramos por fin a hablar de otra cosa, pero aún seguimos hablando de lo mismo).
La película plantea este tema en el ambiente de la aristocracia del crimen, en el ambiente de la banda de Jesse James. Y lo hace mostrando una gran sensibilidad por la naturaleza, aunque esta sensibilidad resulte poco expresiva y algo sosa. Eastwood lo hubiera rodado mejor, con todas las puertas de John Ford y una naturaleza más interna al hombre y por ello más salvaje. A la película le falta frescura.
Pero tiene partes salvables. Lo más interesante es el guión, que sobrevive a duras penas a las sobreactuaciones y a las muecas continuas de Casey Affleck y de Brad Pitt, y que muestra la degeneración moral que tan a menudo va unida al cobarde: "No es más que un ser humano", dice éste de su futura víctima. Las actuaciones resultan molestas porque, a diferencia de lo que ocurre en los recios westerns de Peckinpah, los personajes se llenan de dilemas morales que no resultan creíbles. Para mostar una mentira basta con un par de miradas hacia la izquierda mientras se habla. Tanto tartamudeo de culpa, tanto aprisionamiento por el imperativo categórico no es propio de unos hombres que, más que expresar pensamientos, los escupen.
La cinta, el film, intenta recuperar ciertas formas del cine primitivo (utiliza también ciertos desenfocados en iris, como si la cámara captara la escena a través de una cámara de daguerrotipos) y tiene momentos de cine abstracto: la mies, la lluvia, el agua, las mimosas en el aire, el cielo, el viento... Pero lo mejor de este western crepuscular y psicologista es el final con la magnífica música de piano de Nick Cave y Warren Ellis. La película merece la pena sólo por esa escena final. Esa escena nos recuerda que el sentido de una película, como de cualquier obra dramática, incluida la vida de un hombre, está en el final. Lo mejor es, pues, cuando nadie dice nada y se deja que suene la banda sonora, o cuando se congela la imagen -y con ella el corazón del espectador, como hacía Samuel Peckinpah.
La historia, decía, nos la han contado muchas veces: la decadencia de los Estados Unidos, la llegada del ferrocarril, la balada de Cable Hogue. Nos la ha cantado Woody Guthrie o, con fuerza también decadente, Bob Dylan. Y si nos la han podido contar tantas veces, es que tienen razón. Los Estados Unidos son un país en profundo proceso de europeización y decadencia. Como dice Thomas Szasz, "Roosevelt nos dió la Seguridad Social y la bomba atómica". Y la bomba atómica, junto con la Seguridad Social, les convirtió, a ellos, un grupo salvaje de vaqueros individualistas, en el increíble hombre menguante. En el individualista menguante. Las grandes corporaciones se encargarían del resto.
Les dejo con las últimas palabras de la voz en off acerca del asesino y traidor del individualista Jesse James: "Robert Ford yacería boca arriba mientras la luz de su mirada se desvanecía sin poder encontrar las palabras adecuadas." Es el retrato de un perdedor moderno. Alguien que ya no busca la pistola, sino que no encuentra las palabras.
Lâches de Francia,
Fifoni de Italia,
Beldurtiak del País Vasco...
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