Acabo de ver "Michael Clayton", que es, a pesar de todo, una película aceptable (aunque hubiera sido "semánticamente más efectiva" -ojo, así se dice- si hubiera sido rodada con varias décadas de antelación) y me vienen a la mente algunos asuntos sobre cómo están construidas las películas que vemos en el cine.
Digamos, resumiendo, que en muchas películas de hoy en día todo se cuece en la transcripción del guión a la pantalla, en el paso de un género literario a otro audiovisual: La voz se adelanta o no a los acontecimientos visuales, o lo hace lo visual. Los guionistas -y realmente todo está en el guión y nada en la puesta en escena o en la dirección- juegan a un juego que podríamos llamar de espectativas frustradas: Como con la deconstruccción típica del presente nunca sabes dónde estás, el guión te hace creer una y otra vez que algo, un diálogo o una imagen, se refiere a una cosa o a un personaje, cuando se refiere a otra cosa o a otro personaje. Por supuesto este juego de promesas cumplidas o incumplidas se juega con variaciones para que no nos acostumbremos, pero cansa. Cansa mucho.
Da la sensación de que el guión debe venderse, que el Rubicón es vender el guión entre los millones que se hacen, y que para ello debe decir mucho en poco tiempo, es decir, "ser audiovisual". Y así los personajes se definen de un brochazo. El resultado es un guión entretenido y una película previsible en su imprevisibilidad.
El resultado también es típicamente norteamericano. Pues sólo se puede describir, en este mundo en el que nada está claro y todo está oscuro, de un brochazo, lo que ya conocemos, es decir, el mundo, el mundo práctico, no a los personajes, de los que, como siempre, no sabemos nada o, mejor aún, no simbolizan nada que no estuviera antes en el mundo real.
La pregunta, en esta carrera de relevos que es el arte, es hasta cuándo podrán seguir haciendo cine así. ¿Quién se negará a pasar la antorcha?
viernes, 23 de noviembre de 2007
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