domingo, 22 de marzo de 2009

... y a toro presente

EL LUCHADOR, de Darren Aronofsky y GRAN TORINO, de Clint Eastwood
Y a toro presente. Otra modalidad muy en boga. Pero nunca "a toro futuro", que es lo que correspondería.
Aronofsky coge lo mejor de la vanguardia que no hay -nos referimos a los más arriesgados-, mete un par de recursos buenos (hurtar la cara del actor principal y un flash back durante un combate para seguir hablando del combate) y nos lo vende. Pero carece de mundo propio. Como carece de mundo propio todo el cine norteamericano con la excepción de Peckinpah y, quizá, Tarantino, su discípulo. Por eso admiro tanto al indio violento.
Aronofsky abandona los planos cortos -y le sale bien- pero da la sensación de que la razón es la de Prince cuando abandonó los sintetizadores, simplemente el llevar la contraria. No hay nada más.
Aronofsky ha vuelto a rodar The lusty men, de Nicholas Ray, y resulta deprimente pensar que no se han movido de ahí, que en el fondo es una película de rodeo -rodeo político, claro-, de decadencia del far west y de Estados Unidos. Una película de rodeo en la que, en vez de sobre el toro se salta sobre el contrario.
Clint Eastwood se caracteriza por una honda preocupación por los problemas de los Estados Unidos sin ninguna cabeza para captar las claves de los mismos.
Eastwood ha rodado un clásico de Clint Eastwood. El protagonista/coche (nos reconocemos en los objetos de consumo, en la ropa, en el tocadiscos y en un armario, de Ikea) es uno de esos norteamericanos que, como decía Umbral, follan con una lata de cerveza. Los paradigmas del guión tienen también la pega de que objetizan, con lo cual la objetivación de los personajes es doble.
Pero la película es grotesca y ya he escrito en este diario que hay una relación entre lo grotesco y el arte, cuando lo grotesco se sostiene con fuerza en pantalla el tiempo necesario. Ya dije aquí que Shakespeare (la frase no es mía) está a un paso de lo grotesco (por no hablar del cansino Almodóvar). Tengo, pues, la teoría de que mostrar las debilidades propias en la historia ("sí, es grotesco, pero es real") apuntala los finales de forma sorpredente. Y emocionante.
Eastwood ha rodado un canto etológico. Si unos escriben a toro pasado y otros a toro presente, Eastwood es, simplemente, y disculpen el eslogan, que también es grotesco, el toro. Y uno se queda ya al menos con el riesgo involuntario de lo grotesco.

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