domingo, 8 de febrero de 2009

Mendes y Eastwood


Sam Mendes nos hace unas películas monísimas y sin saltarse una regla. Sam Mendes tiene algo de ridículo anacronismo porque hace las obras maestras que Hollywood debió haber rodado en los años veinte, en los cincuenta, incluso en los atribulados treinta, pero que,como diría Godard, "las cámaras no estuvieron ahí para grabar". Es como entrar en el cine y encontrarte Metropolis firmada por otro. Y sin embargo funcionan bastante bien. Y eso, que funcionan bastante bien, es lo que, como lo estético es todo, también la rabia que me causa el apócrifo éxito de Mendes, da al traste con todas las películas de Mendes, tan canónicas.
Me explicaré: El buen arte no da rabia porque el que lo hace siempre sale perjudicado. (El gran arte, diría Panero, es siempre una tauromaquia, y nadie ni nada envidia al que se acerca mucho al toro.) Y Sam Mendes nunca sale perjudicado. Mendes, un torero con mucho oficio y algunas arrobas de más, un Spielberg con algo más de vergüenza, nada más que un profesional de la cosa, quizá un marrano portugués que conoce bien la regla de que el que sabe hacerlo en Europa sabe hacerlo en Estados Unidos, nos tiene sentados en la butaca esperando su icono final (que antes fueron unas velas, luego unos disparos al aire y ahora un grotesco puño de sangre) algo más cómodos que quien espera al autobús. Un poco más.
Mendes cree que hacer cine es terminar visualmente arriba de la misma forma que los dramaturgos acaban textualmente arriba. Y, como es él, tiene razón. Y, sobre todo, sin saltarse nada, ni el desenlace ni la catarsis (debe ser que cobra por metraje).
Las ideas de su guionista, no mucho más que un Casona sajón, no van más allá de una colección de tópicos (la mujer veleta de los cambios, el loco, la infidelidad...) y desde ahí no se puede hacer la revolución ni buen arte ni siquiera situándote en los años cincuenta, que es más cómodo, ni siquiera "plagiando" al Bergman más folletinesco.
Digamos sólo en su descargo que rueda con elegancia, dejando la cámara fija o con suaves desenfocados.
Mendes ha rodado un Quien teme a Virginia Woolf, pero, claro, sin fuerza. Con la fuerza justa para el debate en la cafetería o en el teleclub de Fraga Iribarne. La película se demora, se revuelca, retoza y hoza (hay que salvar los diálogos de la cocina de familia de clase media en los que los personajes arreglan el mundo con los armarios estilo rústico de fondo) -y ahí está su mediocridad- alrededor del carpe diem. Cuando se ponen revolucionarios no pasan del carpe diem. Como me decía invariablemente todos los lunes una compañera de trabajo acerca de sus heroínas cinematográficas: "¡Si sólo quiere ser feliz!"
Los fariseos, decía Nabokov acerca de la clase media americana, son igualmente divertidos en Estados Unidos que en Europa. Quieren las mismas cosas. Se acomodan en el Peugeot, se ponen el cinturón de seguridad con un suspiro, se ponen los cuernos con chicas más jóvenes, pero la vieja cornuda se considera "la vielle reine" (lo ví en TV, cómo no), le echan en cara con educación a una dependienta no saber hacer un paquete. Y lo más importante: no hay tragedias en ellos.

Vayamos, pues, con Eastwood: Eastwood no es un marrano (disculpen, pero el bombardeo de Gaza y, lo que es peor, las acusaciones de antisemitismo están muy cercanas). Eastwood tiene las manos curtidas de talar sequoyas y es insultantemente sincero y honesto. Con Eastwood, que no es ningún genio, sabes a lo que vas. Y uno sale más contento.
Adorno decía que Hollywood era "Adáptate", pero en realidad es "Sé bueno", y eso es Eastwood: "Sé bueno". (Y, por cierto, los negros allí son iguales: "Do the right thing".)
Eastwood es el consabido retrato yankee del Estado y sus guardianes, de su poder, de la pena de muerte (sin erección del ahorcado, por supuesto) y del psiquiatra. Y la realidad -ruedan con espejos- superando a la ficción. Pero Eastwood te tiene sentado en la silla, como quien espera una orden, hasta que al final parpadeas más rápido para no llorar. Eso es Hollywood. Y lo otro, también.

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