QUEMAR DESPUÉS DE LEER, de Joel y Ethan Coen.
En la reseña de No es país para viejos escribí -disculpen la cita propia- que el manierismo con ínfulas de cine independiente de los hermanos Coen tenía el inconveniente de que éstos pudieran perder el apellido. Pues a todos los que se llaman Coen o Cohen -o Kahn, Kohn o Kahan, entre otros- se les puede, en la tradición judía, retirar el apellido si no están a la altura de su nombre. Y los Coen siempre han dejado, decía entonces, el asunto en el filo de la navaja.
Ahora ya han agotado mi paciencia. No hay nada más desagradable que estar sentado en un cine en el que todo el mundo tiene la risa presta, rápida e infantil y tú estar sin poder reirte de nada, no sabiendo si es que son idiotas o si hay algo más. La situación recuerda a la de El guardián en el centeno (que también es un libro que halaga al espectador, pero que ya forma parte de nuestra sociología) en la que el protagonista caminaba con placer y asco en dirección contraria a las colas que se formaban en los cines de Nueva York. ¿Quién no ha sentido esto cuando era más joven y no había olvidado todo lo que hemos olvidado ahora?
Y es que algún contrapicado y cierto retrato de personajes norteamericanos y patéticos típico de los Coen no basta. Pero la cosa, como ocurre siempre, viene de lejos. Hay una escena en "El gran Lebowski" (que es una adaptación de El gran sueño, de Raymond Chandler) en la que los gemelos retratan al ser más desagradable del mundo en su opinión: un viejo rodeado de una profusa biblioteca al calor de la lumbre. Así de rebeldes son los Coen, entre comedia y comedia. Que dilapiden su talento como les venga en gana.
Por supuesto, Quemar después de leer ha sido "bien valorada" por la crítica. El crítico es una animal torpe y tropezón que otea todo lo que le pueda dar dinero y prestigio (esto es, dinero y más dinero, dinero a corto y a largo plazo). Es decir, el crítico busca un cine lo suficientemente chusco como para que sus críticas no sean minoritarias y lo suficientemente pedante como para justificar la peana desde la que pontifica. Lo triste de ello es que es de naturaleza tan miserable que, a fuerza de repetir las mentiras en público, en mil emisoras y periódicos, se acaba creyendo su propia necesidad, que no es más que una mentira. Y aquí la única verdad es que a los hermanos Coen hay que ponerles nombre. ¿Alguna sugerencia, Aarón?
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