domingo, 7 de septiembre de 2008
Un revolucionario ganandose el pan
CHE, EL ARGENTINO, de Steven Soderbergh
Sin que tenga nada que ver con las películas que intento ver y luego reseñar en esta gavilla de críticas -la última, allá por los agostos, la magnífica Trabajo ocasional de una esclava- no está mal de vez en cuando pasarse por el cine para ver una típica producción hollywoodense, como es ésta, siempre y cuando eso no nos haga bajar el listón.
Con esta insulsa adaptación de los "Pasajes de la guerra revolucionaria" los norteamericanos han dado la sensación de estar peligrosamente de vuelta, una vez más, de lo que está pasando en Iberoamérica. La tesis, expuesta tímidamente y con unas cuantas excepciones simbólicas de las que se irá hablando, es que al Che se le puede tratar "justamente" (y eso se agradece) porque al fin y al cabo es agua pasada. Y de ahí la pregunta inicial que se hace la película: "¿Si los Estados Unidos hubieran podido convencer a las élites sudamericanas para hacer las reformas necesarias en materia de reparto de tierras y de privilegios, seguiría teniendo sentido su revolución en Cuba, señor Guevara?" Dudo que en Sudamérica haya habido muchas reformas, pero en cualquier caso échese una ojeada al mapa: Daniel Ortega en Nicaragua, Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Morales en Bolivia y Lugo en Paraguay. La tesis inicial es, desgraciadamente, falsa. Sólo hay fabianos (y no muchos) al norte del Río Grande. Los espaldas mojadas impugnan el sistema al completo.
Los planos irónicos, las excepciones a las que hacía referencia, son el cartel de Rumanía (Ceaucescu) que encuadra el discurso de Guevara en Naciones Unidas y un par de gatos negros que no se le acaban de cruzar a Guevara por el camino a Santa Clara (como si el marxismo, indestructible, estuviera dispuesto a una nueva transformación o Umstüpung, a una nueva vuelta del calcetín, con supersticiones o sin ellas).
Mientras tanto nos reímos (¿qué diría Martin Amis de las risa acerca de Guevara, es o no es asimilable a la risa sobre Stalin?) con las interpretaciones calcadas de Benicio del Toro (Guevara) y Demián Bichir (Castro), disfrutamos de algunas buenas frases racionalistas como que "el capitalismo no es la expresión de la naturaleza humana" o que "las revoluciones no se exportan, sino que surgen del interior de los paises" y gozamos con la épica de la revolución y la estética de una "América irredenta".
Pero al final la película degenera en una tópica cinta de acción, con el clímax en la famosa toma de Santa Clara, que hizo que el régimen de Batista se desmontara como un castillo de naipes, y con bellas explosiones al lado de las palmeras (las palmeras están hechas para que algo les explote al lado, las palmeras llevan a las explosiones, son explosiones vegetales).
Y no hay ni un encuadre malo. Los directores artísticos y de fotografía de Hollywood están muy por encima de los europeos. Y eso es lo que queda en los restos de la Coca Cola con la que has salido de ver la película de Guevara: la enorme superioridad audiovisual norteamericana. (Si Europa lo permite como ahora lo está permitiendo).
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